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Un triunfo sobrio y definitivo para el pianista Gustavo Miranda en el Teatro Oriente

Gonzalo Saavedra, El Mercurio

El 21 de octubre de 1901, en un concierto especial organizado por la Academia Liszt de Budapest, un veinteañero Béla Bartók interpretó, con un éxito rotundo, la Sonata en Si menor de Liszt (1853). Comenzaba así su prodigiosa carrera de pianista, en la que esa obra fue central; tendría, también, enormes consecuencias sobre su propia creación como compositor. 


El martes, en un Teatro Oriente lleno a tope, el chileno Gustavo Miranda ofreció –además de unos bien servidos Scherzi de Chopin– esta pieza formidable: asombrosa en su complejo entramado y temible por su dificultad. El mismo intérprete ha dicho que la Sonata de Liszt no lograba entusiasmarlo. Hasta que conoció la versión que el polaco Krystian Zimerman grabó en 1991 y supo que quería hacerla: la estudió en su primer año en la Juilliard School de Nueva York, y desde entonces la tiene en su repertorio. Pero una cosa es poder tocarla –lo que ya es una proeza– y otra, apropiarse en buena ley de ella. 


Desde el lúgubre comienzo, Miranda fue exponiendo con aplomo los temas, y los retornos a ellos una y otra vez, como quien tropieza con la misma piedra, pero siempre reacciona de manera original. En su entrega magnética y ultraconcentrada, el pianista mostró que entiende la envergadura con la que está lidiando e hizo que hasta las peripecias más inopinadas de esta historia mágica –y estrictamente musical– se oyeran lógicas. Verdaderas.  

El fugato, ese escalofriante fugato que introduce la parte final, Miranda lo tocó ligero, diáfano, con contornos muy definidos que permitieron que todo se escuchara, haciendo sentir y pensar a un tiempo. Luego del último y vertiginoso desarrollo que Liszt les da a sus ideas, el pianista condujo de nuevo a la profundidad para acabar sólo con el si grave, breve, que es como una certeza exhausta. Un triunfo sobrio y definitivo. Lo mejor que se le ha escuchado a este grandísimo intérprete.

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